El Serengeti es
un parque enorme de 13.000 kilómetros cuadrados, más grande que la provincia de
Lérida. Se encuentra en Tanzania, pero como la fauna salvaje no sabe de
fronteras, en él puedes ver los mismos ñus y cebras que corren por Masai Mara,
en la vecina Kenya. Cuando llega la estación seca, cruzan el río, cambian de país y se
asientan aquí, sin problemas de pasaporte. A la entrada del parque, en la Ndabaka Gate, te
recibe el cráneo de un búfalo, con los cuernos intactos y la piel a tiras. Es
como un aviso de que aquí la naturaleza va en serio.
Lo bueno del
Serengeti es la sabana, una llanura sin fin punteada por acacias de sombra
formato parasol. Es lo bueno del parque, pero a veces también puede ser lo
malo, ya que en medio de la inmensidad no es fácil ver a alguno de los cinco
grandes. Con los elefantes y jirafas no hay problema, porque se destacan por su tamaño, pero cuando un león o un leopardo se agazapan en la hierba, no hay quien les eche
el ojo. Con los ñus es mucho más fácil. Se calcula que hay más de un millón en el
Serengeti y los ves a menudo en manadas, asustados y prestos a echar a correr a
la más mínima ocasión.
A los ñus les
siguen, en cantidad, las gacelas y las cebras. Se les ve correr felices por la
sabana, hasta que aparece la sospecha de un león o de un leopardo. Entonces
llega el pánico y empieza una carrera alocada que levanta nubes de polvo y chillidos de terror. Al caer la noche, mientras bebes un gin tonic junto a la hoguera del Pumzika
Safari Camp, el rugido de un león demasiado cercano te confirma que todo lo visto te deja un inequívoco sabor a África.
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