Emociona llegar
al Victoria, un lago de 70.000 metros cuadrados de superficie (el doble de la
de Cataluña) que juega un papel básico en la historia de la exploración de
África. De aquí nace el Nilo Blanco, un río que recorrerá más de seis mil
kilómetros antes de desembocar en el Mediterráneo. El primer europeo en verlo
fue John Speke, cuando se desvió en su famoso viaje con Burton, en 1858. Al ver
tan gran extensión de agua estuvo seguro de que allí nacía el Nilo. Lo llamó, en homenaje a su reina, Victoria, un nombre que se repite hasta la saciedad en el XIX.
El tiempo dio la
razón a Speke, que volvió en 1862 para fijar el lugar exacto de la
desembocadura, las Ripon Falls, en la actual Uganda. Speke, sin embargo, murió
dos años después, el día antes de un debate con Burton para discutir sobre el
origen del Nilo. Se le disparó la escopeta, dicen sus defensores; el miedo
escénico pudo con él y se suicidó, dicen sus detractores. Sea como sea, el
Victoria acumula leyendas.
Duermo en la
isla de Lukuba (Tanzania), un paraíso de bolsillo que resulta mágico por sus curiosas
formaciones rocosas y sus muchas aves. Se está bien allí, aunque los pescadores
de temporada que se han establecido en una de sus playas no sean muy amistosos.
Mientras me duermo, pienso en La
pesadilla de Darwin, un magnífico documental del austriaco Hubert Sauper
sobre los problemas medio ambientales del lago y los abusos que las grandes
empresas cometen con los pescadores locales. Pobre Victoria: en una décadas ha pasado de ser un lago mítico a ser la vergüenza del medio ambiente.
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