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Solitaire, un lugar perdido en el desierto del Namib en el que se amontonan
viejos coches desvencijados e historias de soledad. Es, de hecho, poco más que una
gasolinera, una tienda, una oficina de correos y un motel adosado. Es también
un lugar de encuentro al que dan vida los granjeros de los alrededores, que
acuden a Solitaire en busca de un último trago.
Dicen que le
pusieron el nombre de Solitaire por la obvia soledad del lugar y por el nombre
que reciben los anillos con un único diamante. A la entrada, un cartel indica “Welcome to Solitaire”, con el número de
habitantes escrito con tiza: un 31 tachado, un 42 tachado y un 92 sin tachar.
Me parecen muchos para tan poco lugar.
Mientras me tomo
una cerveza fría en el bar, me comenta la camarera que el alma del lugar, Moose McGregor,
murió el pasado mes de enero. “Hacía un pastel de manzana estupendo”, suspira.
“Todavía lo vendemos en la
Bakery”. Al rato llega un granjero, pide un whisky con hielo
y vacía el vaso de un trago. Mientras le veo alejarse con modales de cowboy pienso que Solitaire es un buen
lugar para decir adiós.
Hasta pronto, Namibia.
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