En los viajes largos se producen
a veces momentos de epifanía. Son instantes de iluminación en los que descubres
que el mundo es mucho más bello de lo que recordabas. Tras un largo viaje que
me lleva a la ciudad china de Kunming, en la lejana provincia de Yunnan, y unas
cuantas horas de carretera, contemplo extasiado las terrazas de arroz,
inundadas de agua, de las montañas de Yuanyang. Todo está en su sitio: se diría
que las montañas están hechas de agua, que han sido domesticadas, y que las curvas
de las terrazas encajan con las curvas de nivel para levantar una gran maqueta
de corcho en la que nada está fuera de lugar.
Los reflejos del agua se acentúan
al amanecer, cuando el primer sol arranca destellos y colores insospechados.
Estoy en el pueblo de Duoyishu, en la guesthouse
de Jacky, desde cuya terraza se disfrutan unas vistas que parecen de otro
mundo. El preciso dibujo de las terrazas, los tallos de arroz, el espejo del
agua. Todo parece sumar para revestir el paisaje de una belleza sublime.
A no mucha distancia se encuentra
la frontera de Vietnam, con las terrazas de arroz de Sapa. Las admiré hace unos
años hasta llegar a la emoción. Ahora, en Yuanyang, tengo la sensación de que
este nuevo viaje enlaza con el viaje a Vietnam del pasado y, de hecho, con
todos los viajes en los que he sentido que estalla la gran belleza del mundo.
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