Y después del movido
paso del Drake, después de las altas olas y los fuertes vientos, de repente
vuelve la calma y aparecen los primeros icebergs, majestuosos en medio del mar.
A menudo se asocia a los icebergs con desgracias, probablemente por el
accidente del Titanic, pero aquí, en la Antártida, contagian una
agradable sensación de paz y serenidad. Los pasajeros acuden a cubierta para
fotografiarlos como si asistieran a un ritual religioso.
A medida que
avanza la travesía aprendes a clasificar los distintos tipos de icebergs: los
inmensos que semejan castillos, los catedralicios, los pequeños de formas
redondeadas, modelados por el mar y el viento, los planos, los verticales, los
inclinados, los blancos, los azulados, los turquesas… En los planos descansan
los pingüinos, unos animales muy graciosos, patosos en tierra y ágiles en el
agua. ¡Los pingüinos, qué gran espectáculo!
Poco después se
divisa la línea blanca de la costa, del continente helado. Luce el sol y
deslumbra el blanco del hielo omnipresente. El paisaje empieza a adquirir una
dimensión trágica, desolada, única. Desde este momento ya puedo decir que el
viaje a la Antártida
merece la pena: la dimensión del paisaje no desmerece lo soñado.
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