Cada año, cuando llega agosto procuro escaparme unos días a
Islandia. Para huir del calor, para gozar del verano nórdico, para asistir a la
magia del sol de medianoche y para visitar a mis amigos islandeses. Este año,
sin embargo, no ha podido ser. La crisis, la maldita crisis. Suerte que, para
compensarlo, mis amigos de Islandia me mandan mensajes de ánimo y me
dicen, entre otras cosas, que este mes de agosto están viendo auroras boreales,
algo inusual en verano. Me adjuntan incluso una foto aparecida en el diario Morgunbladid.
Tengo la suerte de haber visto varias auroras boreales en
Islandia, pero en invierno, que es lo más propio. Nunca olvidaré la primera que
vi. Eran las 2 de la madrugada y estábamos a 15 grados bajo cero en las afueras
de Reykiavik. De repente una tenue luz verde se puso a bailar en el cielo, como un
visillo que siguiera el ritmo de una música etérea como la de Sígur Rós. Una
hora después se puso a nevar y en poco tiempo todo quedó blanco, inmaculado, como
si estuviera en un mundo por estrenar.
En febrero, por cierto, los islandeses celebran el
Thorrablót, es decir, la inminencia del final del invierno. Siguiendo la antigua
tradición vikinga, desentierran pedazos de carne de tiburón que enterraron en otoño y se los comen como si fueran delicatessen. La verdad es que saben a diablos, pero los ves tan
ilusionados que haces de tripas corazón y te los tragas como un auténtico
vikingo. Glups! Menos mal que después te dan un trago del aguardiente local,
Brennivin, para que olvides el sabor a amoniaco y trates de reponerte.
Es duro, sí, pero a pesar de todo me muero de ganas de regresar a Islandia, un país maravilloso habitado por gente encantadora
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