Si uno, por
salir de la rutina, se olvida de las bien cuidadas playas de los
hoteles, rastrilladas por empleados uniformados y casi diría que
rociadas con perfume ecológico, se encontrará con las playas populares, menos
remilgadas y más auténticas, en las que los mauricianos disfrutan del mar a su
manera. Es decir: a distancia. Y es que a los habitantes de Mauricio les gusta
tener el mar cerca, pero en vez de tostarse al sol, prefieren tumbarse bajo los
árboles para disfrutar de un picnic sin prisas.
En el picnic,
que en Mauricio suele prolongarse durante horas, resultan casi obligadas las
hamacas, un invento muy apropiado en el Trópico, y las samosas, sabrosas
empanadillas indias, rellenas de carne o de patata y otros vegetales, que los
vendedores ambulantes venden a 0.10 céntimos de euro la unidad. La fruta fresca
es otro must de la venta ambulante.
Las mujeres mauricianas suelen bañarse vestidas y desconfían del mar adentro. Algunas llegan al límite de reunirse en corro en la misma playa, con los pies en remojo, para hablar de sus cosas sin prisas. Nadar lo dejan para los extranjeros, o para los Juegos Olímpicos.
Y al final del día,
cuando el sol declina, la luz mauriciana iguala las playas de los hoteles con las populares y te regala unas sombras fantásticas que se alargan para resaltar el perfil de una costa en la que las
palmeras cobran protagonismo como guardianas de las esencias. Todo un espectáculo. Por cierto, mañana vuelo para casa. La estancia en Mauricio llega a su fin. Bye bye, Mauritius!
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