Cuando un amigo
francés me habló de la Roca
que Llora tuve claro que quería ir hasta allí. Sí, ya sé que puede parecer un
nombre ridículo, estilo La Vaca
que Ríe o La Ballena Alegre, pero me apetecía ver una roca llorando. El amigo añadió que isla
Mauricio le gustaba porque, aunque era una isla africana con paisajes
caribeños, en algún momento le recordaba la Bretaña. No le creí, ya que lo visto hasta entonces no tenía, ni remotamente, nada que ver
con los acantilados de la
Bretaña, pero al llegar a Gris Gris y ver al final de la playa la Roca que Llora, tuve que
darle la razón.
Para llegar
hasta esa roca tristona me había dirigido hacia el sur por una carretera que
serpentea por una costa amable, con vegetación tropical, playas vacías y, de
vez en cuando, ruinas holandesas o francesas que indican que el paraíso también
tiene un pasado. La escasa circulación, la ausencia de prisas y las verdes
colinas que se suceden en la costa convierten la excursión en un agradable
paseo.
La diferencia de
la Roca que
Llora respecto al resto de la isla es que en esta parte de Mauricio no hay
barrera de coral que proteja la costa, por lo que las olas baten con bravura
contra los acantilados. Uno de ellos, precisamente, fue bautizado por un supuesto poeta como la Roca
que Llora, ya que el agua de mar, tras golpearla sin compasión, chorrea hacia
el mar como si vertiera lágrimas, ante el regocijo de los turistas.
Estuve varias
horas paseando por aquella costa maravillosa, fascinado por la fuerza de las
olas, el movimiento de las nubes, los cambios de luz, un paisaje ciertamente bretón y una roca que no paraba de
llorar, como si la vida fuera mucho más dura de lo que es en realidad en
Mauricio.
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