Lo que se lleva
en las Maldivas es ir dando saltos de isla en isla. Como en el Juego de la Oca, pero en un hidroavión que
enlaza las muchas islas de este país tan acuático. El viaje, a poca altura,
suele ser placentero, siempre con unas cuantas islas a la vista que destacan
sobre el azul del mar. Al despegar, puedo ver al completo la bella isla de
Kuramathi, donde he pasado los últimos días. Mide 1,8 kilómetros de punta a
punta, aunque la vegetación tropical hace que parezca más grande.
Vuelo plácido,
como decía, de isla en isla y de belleza en belleza, hasta que llega la lluvia
y el mar se encrespa. No suele suceder, pero hoy toca. La piloto, una
canadiense simpática bregada en los cielos de la isla de Vancouver, intenta
amerizar por dos veces, pero acaba desistiendo la ver las olas demasiado
crecidas. Mientras, vamos viendo más islas, algunas con hoteles-paraísos, con
villas sobre el agua pensadas para honeymooners.
Al final, por culpa de las
olas, amerizamos más lejos de lo previsto. Bajamos a una balsa mínima, de seis
metros cuadrados, donde no hay más remedio que esperar. En este espacio mínimo
surge la camaradería típica de las emergencias. Durante el vuelo nos hemos
ignorado, pero ahora todos hablamos con todos, nos contamos la vida y reímos
juntos. Cuando por fin, después de una hora de espera, llega la barca a
rescatarnos, zarpamos en busca de Maafushivaru, una isla de quinientos metros
de diámetro que, cómo no, también ejerce de paraíso para turistas. Un placer, por supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario