domingo, 14 de julio de 2013

Bicicletas, iglesias y prisiones

 Empiezo a sospechar que en Holanda aprenden a ir en bicicleta antes de caminar. Sólo hace falta fijarse en los caminos que hay por Veenhuizen. Los fines de semana se llenan de holandeses felices que padalean por la campiña al ritmo pausado de unas bicicletas de paseo que no tienen nada que ver con las del Tour. Ves una etapa de montaña por la tele y puedes leer esfuerzo y sufrimiento en cada golpe de pedal; aquí, en cambio, lo único que ves son bicicletas de buen rollo.
Y así, pedaleando, pasa la vida en el tranquilo pueblo de Veenhuizen, donde lo que más llama la atención son las prisiones, rodeadas de rejas, canales y ciclistas, y dos grandes iglesias, una católica y una reformista. Hace cincuenta años, presos y funcionarios asistían juntos a misa. ¡Qué tiempos aquellos en que los presos salían de la cárcel para ir a la iglesia los domingos! Eso sí, las iglesias cuentan con urinarios al lado, para que los presos pudieran miccionar antes de entrar. Y es que, con la excusa de salir a echar una meada, se ve que más de uno se había fugado.
 

La iglesia reformista, de planta octogonal, impresiona todavía hoy, pero sólo hay una misa a la semana. En la católica, ni eso. Está cerrada, quizás para siempre, por falta de clientela. En el fondo ya me va bien, ya que estoy viviendo este mes de julio en la antigua rectoría, un edificio de 1908 reconvertido en Residencia de Escritores gracias al buen hacer de Mariët Meester. Un cuadro del antiguo rector me observa ahora mismo, mientras escribo. El hombre sonríe con benevolencia, pero no sé, no sé, entre los presos que me limpian el jardín y el rector que me vigila no puedo evitar sentir que me rodea un ambiente inquietante.

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