Empiezo a sospechar que en Holanda aprenden a ir en
bicicleta antes de caminar. Sólo hace falta fijarse en los caminos que hay por
Veenhuizen. Los fines de semana se llenan de holandeses felices que padalean
por la campiña al ritmo pausado de unas bicicletas de paseo que no tienen nada
que ver con las del Tour. Ves una etapa de montaña por la tele y puedes leer
esfuerzo y sufrimiento en cada golpe de pedal; aquí, en cambio, lo único que
ves son bicicletas de buen rollo.
Y así, pedaleando, pasa la vida en el tranquilo pueblo de Veenhuizen,
donde lo que más llama la atención son las prisiones, rodeadas de rejas,
canales y ciclistas, y dos grandes iglesias, una católica y una reformista.
Hace cincuenta años, presos y funcionarios asistían juntos a misa. ¡Qué tiempos
aquellos en que los presos salían de la cárcel para ir a la iglesia los
domingos! Eso sí, las iglesias cuentan con urinarios al lado, para que los
presos pudieran miccionar antes de entrar. Y es que, con la excusa de salir a
echar una meada, se ve que más de uno se había fugado.
La
iglesia reformista, de planta octogonal, impresiona todavía hoy, pero
sólo hay una misa a la semana. En la católica, ni eso. Está cerrada,
quizás para siempre, por falta de clientela. En el fondo ya me va bien,
ya que estoy viviendo este mes de julio en la antigua rectoría, un
edificio de 1908 reconvertido en Residencia de Escritores gracias al
buen hacer de Mariët Meester. Un cuadro del antiguo rector me observa
ahora mismo, mientras escribo. El hombre sonríe con benevolencia, pero
no sé, no sé, entre los presos que me limpian el jardín y el rector que
me vigila no puedo evitar sentir que me rodea un ambiente inquietante.
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