El pueblo-prisión de Veenhuizen
tiene una personalidad que vas descubriendo poco a poco. Al principio, si
exceptuamos la prisión, parece muy idílico, con campos verdes, canales, bicicletas…
Pero a la que profundizas te das cuenta que todo en Veenhuizen parece estar
hecho para empujar a sus residentes a escribir novela negra. Un ejemplo, ayer
quedé con unos vecinos y el lugar elegido para la cita fue el cementerio.
“Podemos beber algo allí”, me dijeron como si fuera un escenario de lo más
normal.
El cementerio de Veenhuizen tiene
su encanto, no lo niego. Y también su historia. Se fundó en 1822, poco después
de que la Sociedad
de Beneficiencia inaugurara aquí el asilo que más tarde se reciclaría en
prisión. Durante muchos años enterraron aquí a los vagabundos del asilo, sin
nombre y sin lápida, hasta que a partir de 1875 empezaron a ponerles algún
distintivo. “Se estima que hay unos 10.000 muertos sin nombre, y unos 1.600 con
lápida o cruz…”, me comenta Pieke, una de las voluntarias del cementerio.
A Pieke le gusta restaurar las
cajas con flores de porcelana y hojas de bronce o de cobre que se ponían antes
sobre las tumbas. Quedan pocas, pero las restauran con mimo. Me lo cuenta
mientras nos tomamos la copa en la casita del sepulturero y yo pienso que no
sería mala idea abrir aquí un bar que bien podría llamarse La Última Copa. Es
solo una idea.
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