viernes, 5 de julio de 2013

Desde un pueblo-prisión de Holanda


Hace ya varios días que estoy instalado en Veenhuizen, un curioso pueblo del norte de Holanda que nació a finales del siglo XIX como colonia utópica para ayudar a los pobres y acabó convertido en un pueblo-prisión en el que convivían presos y funcionarios. Mi amiga Mariët Meester, hija del maestro del pueblo, creció aquí y ha escrito un libro sobre este mundo: Koloniekak, que puede traducirse como “Mierda de colonia”, que era como, de un modo obviamente despectivo, la gente de la región llamaba a los habitantes de Veenhuizen.
Gracias a la amabilidad de Mariët estoy pasando este mes de julio en la casa donde vivía el rector de Veenhuizen. Muy agradable, por cierto, y la verdad es que resulta interesante la experiencia de vivir en este mundo, vedado a los foráneos hasta 1984, en el que todavía hay cuatro centros penitenciarios que conviven con casas inmersas en el típico paisaje holandés: campos llanos y verdes, canales, molinos y gente que pasea en bicicleta. En mis paseos, a menudo voy a parar sin darme cuenta a las prisiones, protegidas con triple reja, un canal que evita tentaciones de fuga peliculera y un cartel que avisa de las prohibiciones.
Ya ves: ni las pistolas ni la marihuana están permitidas en Veenhuizen. Qué cosas tienen esos holandeses. Por otra parte, la vida aquí resulta muy tranquila, ideal para retirarse a escribir, que es lo que de hecho estoy haciendo. Mientras escribo, veo por la ventana como una brigada de presos limpia mi jardín. Nos saludamos con una sonrisa y cada uno se concentra en lo suyo. Cuando vuelvo a teclear en el ordenador, sin embargo, no logro alejar la sospecha de que quizás sería mejor que me fuera a hablar con los jardineros. Quién sabe, hasta es probable que de esta conversación saliera una buena novela negra.

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