Hace ya varios días que estoy
instalado en Veenhuizen, un curioso pueblo del norte de Holanda que nació a
finales del siglo XIX como colonia utópica para ayudar a los pobres y acabó
convertido en un pueblo-prisión en el que convivían presos y funcionarios. Mi
amiga Mariët Meester, hija del maestro del pueblo, creció aquí y ha escrito un
libro sobre este mundo: Koloniekak, que puede traducirse como “Mierda de
colonia”, que era como, de un modo obviamente despectivo, la gente de la región
llamaba a los habitantes de Veenhuizen.
Gracias a la amabilidad de Mariët
estoy pasando este mes de julio en la casa donde vivía el rector de Veenhuizen.
Muy agradable, por cierto, y la verdad es que resulta interesante la
experiencia de vivir en este mundo, vedado a los foráneos hasta 1984, en el que
todavía hay cuatro centros penitenciarios que conviven con casas inmersas en el
típico paisaje holandés: campos llanos y verdes, canales, molinos y gente que
pasea en bicicleta. En mis paseos, a menudo voy a parar sin darme cuenta a las
prisiones, protegidas con triple reja, un canal que evita tentaciones de fuga
peliculera y un cartel que avisa de las prohibiciones.
Ya ves: ni las pistolas ni la marihuana
están permitidas en Veenhuizen. Qué cosas tienen esos holandeses. Por otra parte, la vida aquí resulta muy
tranquila, ideal para retirarse a escribir, que es lo que de hecho estoy haciendo.
Mientras escribo, veo por la ventana como una brigada de presos limpia mi
jardín. Nos saludamos con una sonrisa y cada uno se concentra en lo suyo.
Cuando vuelvo a teclear en el ordenador, sin embargo, no logro alejar la
sospecha de que quizás sería mejor que me fuera a hablar
con los jardineros. Quién sabe, hasta es probable que de esta
conversación saliera una buena novela negra.
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