Los nómadas son lo mejor de
Mongolia. Son ellos los que ponen una nota de color en la monotonía de la
estepa. De vez en cuando aparece en el horizonte la silueta inconfundible de un
ger, la tienda que los rusos llaman yurta. Su forma redonda y la apertura en
el techo, que permite que entre la luz y salga el humo de la estufa, se funden
con el verde de los prados en los que sestean las manadas de caballos, ovejas,
yaks o camellos. La forma del ger,
armado sobre una estructura de madera, no ha cambiado desde hace siglos, aunque
en los últimos años los nómadas han incorporado a su vida la moto, la placa
solar y la parabólica. Su vida continua siendo en esencia como siempre, pero
con un pie en la modernidad.
Cuando llega un forastero, los
mongoles suelen mostrarse generosos; le invitan a entrar en su ger y le ofrecen leche agria, galetas de
yogur de yak, queso, pan o cerveza mongola. Es entonces cuando el ger se transforma en un universo cálido que
te transporta al pasado, a otra manera de vivir. Aparte de tres camas, los
únicos muebles son la estufa, un pequeño altar budista y un pequeño altar
familiar, con fotos de todos los miembros de la familia y, a veces, la
estatuilla de un caballo en un lugar destacado.
Los nómadas suelen cambiar la
ubicación del ger cuatro veces al
año. Desmontan la tiendan, amontonan sus muebles mínimos, los cargan en una
furgoneta y marchan en busca de nuevos horizontes, siempre bajo ese cielo que
veneran, a menudo de un azul intenso que augura un buen futuro. Y la vida
sigue, procurando siempre lo mejor para sus rebaños, incluso en invierno, cuando
la nieve, el frío y el silencio cubren Mongolia.
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