A Nairobi le
suelen llamar Nairobery, por los muchos robos que allí se cometen, pero en este
viaje ni he intuido el peligro. De lo que no me he librado es de los atascos,
un clásico en la capital de Kenya. Es en estos atascos que amenazan con
eternizarse, como en un cuento de Cortázar, donde comprendo porque se dice que
el tiempo en África no tiene nada que ver con el de Europa. “En Europa tenéis
los relojes, pero en África tenemos el tiempo”, repiten. Será eso, aunque supongo
que los ladrones de Nairobery tienen ambas cosas: tiempo y relojes. En
cualquier caso, para amenizar la espera están los vendedores que se mueven
entre los coches con prensa, caramelos o lo que sea. Aunque algunos lleven un
antifaz con la bandera de Kenya, que quede claro que no son atracadores de
autopista. La sonrisa les avala.
Otra distracción
en los atascos es el árbol en el que se posan los inquietantes marabús, pajarracos
desgarbados que Graham Greene decía que parecían paraguas desvencijados. Son,
de hecho, como un híbrido de cigüeña y buitre, y en Nairobi se concentran en la Uhuru Highway, junto
al estadio de fútbol, como un aperitivo de la naturaleza en gran formato que
nos espera. No está probado que asistan a los partidos, pero contemplan con
indiferencia los miles de coches de la avenida.
Los atascos son
de tal magnitud que pienso que un buen observador tendría hasta tiempo,
contemplando esas aves, de doctorarse con una tesis sobre los marabús urbanos. Pero
por suerte llega un momento en que atasco y tesis se esfuman y los coches
vuelven a circular como si nada hubiera sucedido. A partir de aquí empieza la
genuina carretera africana, empieza la
Kenya que hemos venido a ver.
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