Hoy toca volar a
Urgench. Me levantó a las 4.30 y me dirijo como un zombie al aeropuerto, donde no me esperan buenas noticias: cuando
voy a facturar, un funcionario arisco me informa de que mi nombre no está en la
lista de pasajeros. Le digo que he hecho la reserva desde Barcelona y que por
favor lo consulte de nuevo, pero no hay nada que hacer. Recurro a su superior y
también me ningunea.
Por suerte, desde hoy no viajo solo.
La agencia uzbeka que me invita a conocer el país ha montado un curioso grupo multinacional
con tres rusos, tres ucranianas, dos holandeses y un inglés. Gracias a Tatiana,
una de las rusas, logro entender que la única solución que me queda es comprar
un nuevo billete.
En las oficinas de Uzbekistán
Airways veo en la ventanilla una pegatina de Visa. “Vamos bien”, pienso. “Podré
pagar con tarjeta”. La funcionaria emite el billete a Urgench y cuando le paso la Visa, me la devuelve con cara de asco. Señalo
la pegatina, desconcertado. “No valdrá hasta dentro de unos meses”, contesta
ella, impertérrita. Resignado, saco un puñado de soms, pero tampoco acepta moneda nacional. Recurro entonces a los
euros y la mujer me aclara: “Only dollars”.
Me parece ver una sonrisa maligna mientras me lo dice, como si su función
consistiera en poner trabas a los incautos extranjeros.
No llevo dólares, pero, por suerte,
el inglés del grupo, Nick, me adelanta el dinero justo a tiempo para que pueda
volar a Urgench. “Mira que viajar con euros”, me riñe con una sonrisa. “No sabes
que desde la crisis griega nadie los quiere”.
En fin, que no ha sido un buen inicio de viaje, pero por lo menos he encontrado nuevos amigos que me han ayudado a solucionar el problema, aunque a la llegada a Urgench nos espera un paisaje nevado y una temperatura bajo cero. Brrrr!
En fin, que no ha sido un buen inicio de viaje, pero por lo menos he encontrado nuevos amigos que me han ayudado a solucionar el problema, aunque a la llegada a Urgench nos espera un paisaje nevado y una temperatura bajo cero. Brrrr!
Recogemos el equipaje en una terminal
soviética, salimos al exterior y,
segunda sorpresa del día: no está el minibús que debía recogernos. Tatiana llama al número de contacto, sin respuesta. Prueba el de emergencia,
tampoco contestan.
Se marchan todos los pasajeros del
vuelo excepto nosotros, que nos quedamos resistiendo en medio del frío… hasta
que al cabo de media hora aparece un minibús rebozado en barro. Lo recibimos
alborozados mientras la guía, Mashenka, se excusa por el retraso (“La carretera
está fatal por la nevada”) y anuncia que ahora mismo salimos en dirección a la
ciudad histórica de Khiva, nuestro destino.
Por el camino descubro, al principio
con horror, que la lengua del grupo es el ruso. Teniendo en cuenta que no lo hablo,
pienso que es un serio contratiempo, pero cuando una amable ucraniana me pasa una
botella de vodka descubro que no es tan difícil como parece. “Dobro pazhalavat!”, me dice Iuri (o sea, “Bienvenido”).
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