Mi viaje a Nueva Zelanda termina
en Christchurch, la ciudad afectada por un fuerte terremoto en febrero de 2011.
Esperaba ver algunas casas destruidas por el seísmo, pero no todo el centro
histórico. Los numerosos carteles de “Danger” y “Road close” advierten que lo
que era el corazón de la ciudad sigue siendo un lugar peligroso un año después,
mientras prosiguen los lentos trabajos de reconstrucción.
La catedral de Christchurch, muy
tocada por el seísmo, sigue en pie como símbolo de una tragedia en la que
murieron 185 personas, y en la que otras muchas perdieron casas y negocios. En
Cashel Street se ha abierto, para mantener viva la esperanza, una especie de
centro alternativo, con comercios instalados en contenedores pintados de
colores. Es una solución provisional, con toques de diseño, que busca fomentar
el optimismo, pero ya no circulan los tranvías y por todas partes hay flores en
homenaje a las víctimas.
Me comenta un amigo kiwi que muchos
ciudadanos de Christchurch han optado por emigrar a Australia o a América. El
terremoto les dejó sin futuro. Otros siguen pagando hipotecas de casas que
ya no existen. Pero, a pesar de todo, no pierden la esperanza. Toda una
lección en mi último día en Nueva Zelanda. Acostumbrados a convivir con una
naturaleza prodigiosa que a veces puede mostrarse hostil, los kiwis no se
rinden fácilmente.
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