Teniendo en cuenta que estaré unos días en stand by, recupero para el blog las
notas de un viaje a Uzbekistán del pasado noviembre. Un viaje extraño, con rusos, ucranianos y vodka de por medio. Además de uzbekos, claro. Para empezar, aunque el
visado es obligatorio, viajé allí sin él. Después de cruzarme unos cuantos
e-mails contradictorios con una agencia uzbeka, al final me dijeron que se
había agotado el tiempo para la burocracia, que subiera al avión y mirarían
de arreglarlo a mi llegada a Tashkent. Sistema uzbeko.
En el
embarque, en el aeropuerto de Barcelona, primera sorpresa. Una azafata me
pregunta con desgana adónde voy. Cuando le digo que a Uzbekistán, se le ilumina
el rostro. “Es mi sueño”, suspira. “Llevo años planeando ir a Bukhara y
Samarkanda, pero aún no he podido. La Ruta de la Seda, menudo viaje”.
Me
quedo dudando de si es una azafata auténtica o una promotora uzbeka disfrazada.
En cualquier caso, subo al avión que aterriza en Madrid a medianoche. Una vez
allí, incómoda espera hasta que a las 4.30 volamos con Uzbekistan Airways hacia Tashkent. El avión va vacío, huele a petróleo y el único monitor
de televisión tiene el color tan distorsionado que no consigo adivinar si pasan una
peli porno o dibujos animados.
A las 6 de la tarde (hora local)
aterrizamos en Tashkent. Diez grados, neblina y un panorama tristón. Cuando ya estoy mentalizado para la deportación porque no tengo visado, anuncian mi
nombre por los altavoces. Bajo antes que nadie y al pie de la escalera me
espera un muchacho de la Oficina
de Turismo. Sólo habla ruso, pero me invita con gestos a subir a una limusina
con calefacción y asientos de cuero. Empezamos bien. Miro con aire displicente
a los que hasta ahora han sido mis compañeros de viaje, que me observan preguntándose si soy un político,
un músico, un mafioso o simplemente un espía. En mi interior sospecho que las autoridades me han confundido con Joan Laporta,
que tenía negocios por aquí, pero no: faltan la alfombra roja y un maletín lleno de billetes.
La cuestión del visado se soluciona
en unos minutos y un taxi me lleva al hotel. Calles vacías, largas avenidas mal
iluminadas, bloques de apartamentos a la soviética, paradas de autobús con marquesinas
enormes y un taxista que sólo chapurrea unas palabras en inglés “Exchange
hotel, minimum. Bazar, maximum”. Mensaje captado: hay que cambiar en el
mercado negro. Cuando se da cuenta de que he comprendido, el hombre alza un pulgar al aire y añade con una sonrisa impostada: Welcome to Uzbekistan!
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