miércoles, 14 de marzo de 2012

Uzbekistán (1): Llegada a Tashkent


Teniendo en cuenta que estaré unos días en stand by, recupero para el blog las notas de un viaje a Uzbekistán del pasado noviembre. Un viaje extraño, con rusos, ucranianos y vodka de por medio. Además de uzbekos, claro. Para empezar, aunque el visado es obligatorio, viajé allí sin él. Después de cruzarme unos cuantos e-mails contradictorios con una agencia uzbeka, al final me dijeron que se había agotado el tiempo para la burocracia, que subiera al avión y mirarían de arreglarlo a mi llegada a Tashkent. Sistema uzbeko.
      En el embarque, en el aeropuerto de Barcelona, primera sorpresa. Una azafata me pregunta con desgana adónde voy. Cuando le digo que a Uzbekistán, se le ilumina el rostro. “Es mi sueño”, suspira. “Llevo años planeando ir a Bukhara y Samarkanda, pero aún no he podido. La Ruta de la Seda, menudo viaje”.
            Me quedo dudando de si es una azafata auténtica o una promotora uzbeka disfrazada. En cualquier caso, subo al avión que aterriza en Madrid a medianoche. Una vez allí, incómoda espera hasta que a las 4.30 volamos con Uzbekistan Airways hacia Tashkent. El avión va vacío, huele a petróleo y el único monitor de televisión tiene el color tan distorsionado que no consigo adivinar si pasan una peli porno o dibujos animados.


            A las 6 de la tarde (hora local) aterrizamos en Tashkent. Diez grados, neblina y un panorama tristón. Cuando ya estoy mentalizado para la deportación porque no tengo visado, anuncian mi nombre por los altavoces. Bajo antes que nadie y al pie de la escalera me espera un muchacho de la Oficina de Turismo. Sólo habla ruso, pero me invita con gestos a subir a una limusina con calefacción y asientos de cuero. Empezamos bien. Miro con aire displicente a los que hasta ahora han sido mis compañeros de viaje, que me observan preguntándose si soy un político, un músico, un mafioso o simplemente un espía. En mi interior sospecho que las autoridades me han confundido con Joan Laporta, que tenía negocios por aquí, pero no: faltan la alfombra roja y un maletín lleno de billetes. 
            La cuestión del visado se soluciona en unos minutos y un taxi me lleva al hotel. Calles vacías, largas avenidas mal iluminadas, bloques de apartamentos a la soviética, paradas de autobús con marquesinas enormes y un taxista que sólo chapurrea unas palabras en inglés “Exchange hotel, minimum. Bazar, maximum”. Mensaje captado: hay que cambiar en el mercado negro. Cuando se da cuenta de que he comprendido, el hombre alza un pulgar al aire y añade con una sonrisa impostada: Welcome to Uzbekistan!

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