De Khiva a
Bukhara hay 480 kilómetros. Por autopista podrían hacerse en unas cinco horas, pero el
problema es que la autopista no estará lista hasta el 2014. Mientras, el recorrido
se hace por la vieja carretera, llena de baches y desvíos, con tramos destrozados
por el paso de camiones y maquinaria pesada. Resultado: el trayecto se hace en once
horas, yendo bien.
A la salida de Khiva vemos campos de
algodón, el oro blanco de Uzbekistán,
y furgonetas de fabricación coreana que se utilizan para el transporte
colectivo. Y gente aterida de frío que las espera. Estamos a tres bajo cero y
la nieve cubre el paisaje.
A partir del río Amu Daryá todo
cambia. En primer lugar porque llegamos a un río histórico, el Oxus de los
antiguos griegos, considerado durante siglos la frontera entre Persia y las
tierras incógnitas de Asia Central. Lo cruzó Alejandro Magno en el 326 a. C. y sus caprichosos cambios
de recorrido han provocado grandes inundaciones e incluso la desaparición de ciudades.
Pasado el río, la carretera empeora
y empieza el gran desierto. Ya no hay pueblos y, por si fuera poco, la nieve y el
barro hacen que todo sea aún más complicado. Mis compañeros de viaje lanzan maldiciones en ruso y en ucraniano,
pero no tenemos más remedio que avanzar a paso de tortuga por la vieja
carretera, con paciencia y con el asfalto desaparecido en combate.
El
desierto que atravesamos es el Kyzyl Kum (Arena Roja). El otro gran desierto de
Asia Central es el Kara Kum (Arena Negra). Emociona pensar que por aquí pasaban
hace siglos las largas caravanas de la Ruta
de la Seda,
cargadas de sedas, tesoros y leyendas... Y emocionaría aún más si no fuera por
los demasiados baches de la vieja castigada carretera.
De
vez en cuando un control militar nos detiene, pero cuando ven que somos
extranjeros nos invitan a seguir. En las gasolineras hay largas colas.
Uzbekistán tiene mucho gas y petróleo pero, según me dicen, los dirigentes obtienen
más beneficio vendiéndolo a China.
Paramos a comer en una especie de barracón
militar, agrupados en torno a una estufa. La nieve, en el exterior,
está salpicada de botellas de cerveza y de vodka. Vacías, por supuesto. Cuando
regresamos a la carretera, un pinchazo nos regala
la oportunidad de sentir la soledad, el silencio y el frío del desierto.
Cuando falta una hora para llegar a Bukhara,
reaparecen los campos cultivados y los árboles. Termina el desierto, se acerca la
tierra prometida, pero aún queda un último obstáculo. Policías ariscos cortan
la entrada principal a la ciudad sin ofrecer alternativas. “Lo hacen cuando hay
políticos importantes”, comenta Mashenka, resignada. “Nunca dan explicaciones”.
El minibús
se desvía por callejones sin asfaltar y extensos barrios de casas bajas para
poder llegar al Grand Hotel Bukhara, un hotel de nombre excesivo situado
en una desangelada plaza de estilo soviético. Es de noche, estoy muy cansado y el frío
arrecia, pero sonrío cuando veo desde mi ventana, en el horizonte, las cúpulas de la
ciudad santa de Bukhara.
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