Escribe Colin
Thubron en El corazón perdido de Asia
que Khiva “había sido restaurada implacablemente bajo el régimen soviético y la
habían despojado de vida”. Y añade: “Sentí que en el interior de sus murallas
nunca había pasado, ni nunca pasaría nada”.
Thubron estuvo en Khiva en los
primeros noventa, cuando Uzbekistán acababa de independizarse, y seguro que su
descripción era entonces exacta. Sin embargo, yo me encontré con una ciudad muy
distinta, en la que supongo que el paso de los años había contribuido a
disimular costuras y remiendos. Khiva bajo la nieve, sin apenas turistas, me
pareció una ciudad fabulosa encerrada en un cinturón de murallas, con un mapa
de la Ruta de la Seda a la entrada que la
enlazaba con Marco Polo y con el mito del viaje.
En Khiva me gustó el grueso minarete
forrado de azulejos, el Palacio de los Khans, la antigua mezquita con sus 213
columnas de madera, la plaza de las dos madrazas
y los distintos rincones que fui descubriendo en mis paseos por la ciudad
solitaria. Pero me gustó especialmente el estallido de fervor popular en la
boda que nos salió al encuentro. La música, las danzas, los abrazos, la alegría
y las risas eran el mejor testimonio de que la vida había vuelto a Khiva.
Huyendo del frío nos refugiamos en un restaurante, equipado con una gran
estufa, donde comimos sopa caliente, pan de horno de leña y unos
riquísimos mantis, especie de
empanadas chinas con relleno de calabaza o de carne con cebolla. De postre,
un melón de ésos que elogiara Ruy González de Clavijo en su Embajada a Tamerlán, libro en el que
narra su viaje a Samarcanda en el siglo XV. “Aquí tenemos más de cuarenta
especies de melones”, me dijo con orgullo la camarera, “y en invierno los
colgamos del techo para que se mantengan varios meses”.
Después del te, llegó el vodka. Habiendo rusos y ucranianos de por medio,
no podía ser de otro modo. Y con el vodka, los brindis: por Khiva, por
Uzbekistán, por la hospitalidad, por la amistad, por el frío... En resumen, el brindis
como excusa para seguir bebiendo. Cuando ya llevábamos unos cuantos chupitos, el ruso Iuri se soltó la lengua y en un inglés precario me contó que
años atrás había estado en el lugar más frío del mundo, en Oimekon (Siberia).
“Allí se han llegado a alcanzar los 78 grados bajo cero”, me dijo, “pero cuando yo
estuve sólo llegamos a 45”.
Tras el vodka y la referencia
siberiana, los 5 grados bajo cero que encontramos a la salida del restaurante me
parecieron una temperatura agradable. Y es que, en cuestiones de frío, ¿quién
puede competir con Siberia?
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