martes, 1 de mayo de 2012

Uzbekistán (y 15): Adiós en Tashkent


No fue fácil regresar a Tashkent desde el valle de Fergana. Empezó a nevar a primera hora y no dejó de hacerlo durante todo el día. En Kokand, la visita bajo la nieve del gran palacio del khan y de los mausoleos de la Necrópolis tuvo algo de fantasmagórico. Circulaban pocos coches y la gente caminaba acurrucada, con prisa por llegar a casa.
            Hacia las 3 de la tarde iniciamos el regreso a Tashkent y, antes del ascenso al paso de Kimchat, cumplimos con el ritual de comprar varias hogazas en los tenderetes junto a la carretera. De nuevo el arte hecho pan: una maravilla


A medida que subíamos, la nevada se hacía más intensa. Viajábamos encogidos en el taxi, en silencio, mientras veíamos los problemas que tenían los camiones para circular. La maldita nieve lo complicaba todo. Algunos coches se quedaron tirados en el asfalto y otros se salieron para empotrarse en la nieve. Avanzábamos lentamente y el taxista conducía tenso, erguido en el asiento.
            Conseguimos, a pesar de todo, llegar hasta la cima, donde se habían acumulado un par de palmos de nieve. En la bajada continuaba nevando, pero el peligro parecía superado. Sin embargo, cerca de Tashkent, cuando el taxista se detuvo en un semáforo, llegó lo peor. El coche que nos seguía no se percató de la luz roja y nos dio por detrás. Hubo estrépito, gritos, papeles, burocracia, más gritos… “Mira que pararse en un semáforo…”, protestaba el conductor del segundo coche. “Con esta nevada lo último que hay que hacer es detenerse”.


            Lo más cómico fue que Mashenka, que dormía a mi lado, se despertó preguntando si era la “wake up call”. Glups! ¿Cómo deben de ser los despertadores en Uzbekistán para que se confundiera?
             A las 8 llegamos por fin a Tashkent. Nos instalamos en el hotel y salimos para una última cena en la que corrió el vodka y en la que menudearon los brindis y las promesas de volver a juntarnos algún día. Fuera, en la calle, seguía nevando. Lo único que recuerdo del restaurante son unas columnas curvas rebozadas con pedacitos de espejo, en plan Gaudí, y la extraña costumbre de bailar entre plato y plato, como para abrir el hambre.


            Al día siguiente, de madrugada, me levanté temprano. Había dejado de nevar y Tashkent, de blanco, hasta me pareció bonito. Un taxi me dejó en el aeropuerto. Subí al avión como un zombie, mientras me concienciaba de las muchas horas de vuelo que me quedaban hasta Barcelona. A los pocos minutos del despegue me dormí pensando que Uzbekistán me dejaba un buen recuerdo. Había conocido un hermoso país incrustado en un curioso grupo. No podía negar que los ucranios y los rusos habían sido una compañía original, con mucho vodka y muchas risas. Y además, qué caramba, hasta había aprendido algo de ruso. Dasch vidania, Uzbekistan!

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