viernes, 25 de enero de 2013

Alces que mueren en las carreteras de Alaska



Después de recorrer más de 2.000 kilómetros por carreteras solitarias queda claro que los límites entre la civilización y la vida salvaje no siempre están claros en Alaska. Que se lo pregunten si no a los alces, que hace unos años tenían todo el país para correr a sus anchas y ahora se encuentran con la barrera de las autopistas. Según las estadísticas, unos 250 mueren cada año atropellados, y cerca de Anchorage hay un cartel que lleva el recuento de los muertos: 118 desde julio. Para concienciar.
Los alces no son el único peligro de Alaska. También están los caribús, los osos y otras especies. Por si no bastara con la fauna, en invierno la nieve y el hielo convierten las carreteras en una pista resbaladiza. Afortunadamente, el viaje terminó sin incidentes hasta llegar a Anchorage, inicio y final de la aventura.
Anchorage es como un contrasentido: la gran ciudad rodeada de montañas nevadas y de wilderness. Nieve en las calles, hielo en el asfalto y grandes galerías comerciales para refugiarse del frío. Con una estatua del capitán Cook, que en 1778 pasó por aquí, contemplando la bahía desde lo alto de un pedestal.
            Anchorage, la puerta de la aventura, tiene algo que te hace sentirte bien, pero ilustra también el final del viaje. A partir de ahora, sólo quedan horas y horas de aeropuertos y aviones para regresar a casa. Es lo que en baloncesto llaman “los minutos de la basura”, sólo que en el caso de los viajes son muchas horas de incomodidades, cansancio y sueño. Al final, sin embargo, me espera la calidez del hogar y una aparente rutina que deja de serlo gracias a la memoria del viaje, una experiencia que siempre deja una agradable pátina mental que tarda mucho tiempo en desvanecerse.

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