Después de recorrer más de 2.000 kilómetros por carreteras
solitarias queda claro que los límites entre la civilización y la vida salvaje
no siempre están claros en Alaska. Que se lo pregunten si no a los alces, que
hace unos años tenían todo el país para correr a sus anchas y ahora se
encuentran con la barrera de las autopistas. Según las estadísticas, unos 250
mueren cada año atropellados, y cerca de Anchorage hay un cartel que lleva el recuento
de los muertos: 118 desde julio. Para concienciar.
Los alces no son el único peligro de Alaska. También están los caribús, los osos y otras
especies. Por si no bastara con la fauna, en invierno la nieve y el hielo
convierten las carreteras en una pista resbaladiza. Afortunadamente, el viaje terminó sin
incidentes hasta llegar a Anchorage, inicio y final de la aventura.
Anchorage es como un contrasentido: la gran ciudad rodeada de
montañas nevadas y de wilderness.
Nieve en las calles, hielo en el asfalto y grandes galerías comerciales para
refugiarse del frío. Con una estatua del capitán Cook, que en 1778 pasó por
aquí, contemplando la bahía desde lo alto de un pedestal.
Anchorage,
la puerta de la aventura, tiene algo que te hace sentirte bien, pero ilustra también
el final del viaje. A partir de ahora, sólo quedan horas y horas de aeropuertos
y aviones para regresar a casa. Es lo que en baloncesto llaman “los minutos de
la basura”, sólo que en el caso de los viajes son muchas horas de
incomodidades, cansancio y sueño. Al final, sin embargo, me espera la calidez del
hogar y una aparente rutina que deja de serlo gracias a la memoria del
viaje, una experiencia que siempre deja una agradable pátina mental que tarda mucho tiempo en desvanecerse.
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