Cuando aterrizo
en Anchorage, a medianoche, la nieve cubre la pista y cae una nevada que lo
cubre todo de un silencio blanco. Es el ambiente invernal que esperaba
encontrar en enero, pero el taxista que me lleva al centro, un macedonio
enfurruñado, me informa, escandalizado, de que “¡estamos a 2 grados positivos!”.
Y añade, cabreado: “Antes en enero llegábamos a 30 bajo cero. Llevo quince años
en Alaska y nunca habíamos tenido un invierno tan suave. El tiempo está loco,
loco”.
Bueno, pues resulta que el tiempo, aquí
arriba, tampoco es lo que era. La culpa es del cambio climático, claro, al que
no perdona el taxista macedonio. Por suerte, en el camino hacia la ciudad, un
alce cruza cansinamente la carretera como si dijera, a pesar de todo, “Welcome
to Alaska”.
Al día siguiente
dejo la ciudad para salir de viaje hacia el interior, donde la nieve es más auténtica,
y hasta más blanca, que en la ciudad. El paisaje se vuelve solitario,
inhóspito, alaskiano. Sólo faltan unos cuantos tramperos y buscadores de oro
para subrayar que estamos en el estado de la Última Frontera.
Son kilómetros y
kilómetros de monotonía blanca que me hacen comprender mejor el título de un
libro de relatos de Jack London: El silencio blanco. El cielo, por
desgracia, está cubierto y no habrá auroras boreales esta noche, pero la nevada
indica que hay otros alicientes en Alaska. En un alto en un motel de carretera,
una mujer del sur habla de la soledad de esta tierra con mirada triste. “A
Alaska sólo se puede venir a vivir por amor o por ganas de aventura”, murmura.
“Yo vine por amor, pero se acabó… Me separé hace unos meses, pero sigo viviendo
aquí y preguntándome por qué no me voy”.
Y la nieve no cesa de caer, borrando
la carretera y borrando también el pasado de esa mujer de ojos tristes que un
día llegó al norte por amor. Son historias de Alaska, historias de moteles de
carretera, historias de la Última Frontera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario