Ya sé que el título es una obviedad, pero cuando aterrizo en Anchorage, después de 28 horas de aviones, aeropuertos e incomodidades, es lo primero que se me ocurre. Sí, señor, Alaska pilla lejos, muy lejos, y yo aún diría más, todavía pilla más lejos en invierno, cuando la luz escasea, abunda la nieve y el frío arrecia. La sensacion de lugar límite crece. El camino es largo, pero te regala imágenes maravillosas. Uno de los vuelos me ha llevado de Franfkurt a Seattle, pasando por Groenlandia, y nunca olvidaré el paisaje nevado del oeste de Canadá, con una sucesión de montañas que se diría infinita.
Al ver este paisaje he pensado en el Gran Norte helado, en los osos polares, en los buscadores de oro, en los libros de Jack London... Y es que Alaska es territorio de aventura, como si tuviera el copyright registrado. Espero que no me defraude, en especial en lo que concierne a las auroras boreales, un espectáculo único que es loque me trae hasta aquí. De momento, el aterrizaje en Seattle también tuvo sus alicientes, con un día de pocas nubes y el contraste entre los rascacielos de la gran ciudad norteamericana, un brazo del Pacífico y, al otro lado, los picos nevados de la Olympic Peninsula.
No está mal para empezar. Es la magia de los viajes, que por muchas horas y mucho cansancio que acumules siempre hay un momento que te hace pensar que valía la pena llegar hasta aquí. Y, a partir de ahora, ya en Alaska, las cosas sólo pueden ir a mejor. Por lo menos eso espero.
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