En un tiempo
lejano la aurora boreal era una canción del Dúo Dinámico (“Quisiera ser aurora
boreal…”). Sólo palabras; nada que se tradujera en imágenes. A los 20 años, sin
embargo, en mi primer viaje a Laponia, la aurora empezó a coger forma gracias a
una bella noruega de mirada lánguida llamada Solveig. “El invierno nórdico no es tan duro como
pensáis los mediterráneos”, murmuró bajo el sol de medianoche. “Cierto que la
noche se eterniza, nieva y hace mucho frío, pero lo das todo por bueno cuando
ves una espléndida aurora boreal, con luces de colores que danzan en el cielo”.
No cuelgo
ninguna foto de la aurora (ésta corresponde al largo ocaso en North Pole), en parte porque hay que ser muy buen fotógrafo para
captar su magia y en parte porque pienso que ni las fotos ni el vídeo hacen
justicia a las auroras. Para hacerse una idea precisa de lo que son hay que trasnochar, pasar
frío en medio de la noche ártica y dejarse hipnotizar por esas luces misteriosas
que oscilan en el cielo, como un visillo mecido por la brisa. Maravillosas
auroras…
Desde que tuve
la fortuna de ver mi primera aurora, hace años en Islandia, las he perseguido
por Noruega, Suecia, Finlandia, Groenlandia, Canadá... Y ahora por Alaska,
donde me descubro implorando a los dioses que se registre una actividad alta y
que la noche sea despejada. Es entonces cuando las partículas procedentes del
viento solar entran en la ionosfera y son desviadas hacia el polo magnético; es
entonces cuando el cielo se cubre de colores evanescentes y salta esa magia que
un amigo islandés califica de “yoga de los países nórdicos”.
He visto varias auroras en los últimos días
en Alaska, donde las temperaturas bajo cero hielan la noche ártica, y espero
seguir viéndolas. Como escribe Barry López en Sueños árticos, libro
imprescindible para viajar al Norte, los mejores paisajes son los que
tienen un componente mental. En este sentido, las auroras contribuyen a ensanchar la mente y a comulgar con uno de los grandes espectáculos de la Naturaleza.
Es por ello que, a pesar del frío,
seguiré persiguiendo auroras por el mundo, y seguiré dejándome hipnotizar por
uno de los fenómenos más bellos y cautivadores que conozco. Y es que con los años he aprendido que Solveig tenía razón: El invierno se soporta mucho mejor con las auroras.
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