El viejo Karl Marx no parece encontrar su lugar en el nuevo Berlín. Desde que el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro que separaba Berlín Este de Berlín Oeste, la capital alemana se ha reurbanizado y se ha esforzado en borrar la vieja herida. Estuve allí a finales de 1989, picando contra aquel muro que tantas separaciones y tanto dolor provocó. Estuve en ambos Berlines, cruzando por el fatídico Checkpoint Charlie, y comprobé que ambas ciudades vivían en universos totalmente diferentes, incomunicados. Ahora vuelvo a Alexanderplatz y me encuentro con que la vieja estatua de Marx y Engels, venerados entonces como dioses, sobrevive discretamente en un rincón del parque.
Sigue allí también la Karl Marx Allee, antiguo escenario de grandiosos desfiles comunistas, gran parafernalia militar en un mar de banderas rojas. Pero a penas si queda nada del uniformado mundo gris de la antigua RDA. Sólo, de vez en cuando, el Trabant de algún nostálgico caprichoso; y algún fragmento de muro que los turistas recorren embelesados, probablemente sin darse cuenta del gran daño que causaba.
Son escenas del nuevo Berlín, de una ciudad bipolar que vive en un cambio perpetuo, siempre mirando hacia un futuro que sus habitantes confían que será mejor que el presente.
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