Una de las cosas que más me gustan de Menorca es que en una misma isla conviven los lugares más turísticos con un mundo rural muy vivo. El día puede empezar, por ejemplo, dándose un baño en la Macarella o en la Macaralleta, calas lanzadas a la fama gracias a un anuncio de cerveza que contagiaba felicidad, alegría, música, juventud y un Mediterráneo por encima de toda sospecha. En agosto las calas están superpobladas, pero en los primeros días de septiembre se diría que están reservadas para unos pocos elegidos. Son las ventajas de viajar fuera de temporada.
Bueno, a lo que iba. Decía al principio que me gusta en Menorca el contraste entre las calas paradisíacas y lo rural. El camino a la Macarella es un buen ejemplo. Avanzas por una carretera encajonada entre muros de piedra seca, que son como monumentos al viento, y si, de repente, te da por visitar alguna de las granjas del camino, puedes darte de bruces con un entorno rural auténtico en el que venden sobrasada casera, queso casero, figat casero, calabazas caseras y unas buenas dosis de amabilidad con suave acento menorquín. Un mundo aparte que complementa el de las playas.
Y así sigue la vida en Menorca, con buenos productos caseros, unas puestas de sol que llenan la isla de tonos dorados y un aire de paraíso que diría que casi siempre flota en el entorno. Sobre todo ahora, cuando el turismo de masas ya ha regresado a sus cuarteles de invierno y la isla adquiere un aspecto más acogedor, alejado del mundanal ruido.
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