sábado, 1 de septiembre de 2012

Menorca, la isla del viento

Sorpresa: el avión que me lleva a Menorca desde Barcelona va casi vacío. “Es final de temporada”, me aclara una azafata. “A finales de agosto y principios de septiembre  los aviones van llenos de Menorca  a Barcelona, con familias cargadas de niños y bártulos, pero poca gente hace el viaje al revés”. Pues que bien. Me gusta esa sensación de ir contra corriente, y más si es con la ventaja añadida de que la isla también está medio vacía. Menos coches, pocas colas en los caminos que llevan a las calas y mesas libres en los restaurantes. Y la isla sigue siendo igual de bella, por supuesto. O más, ya que la soledad y el viento (esos días sopla una fuerte tramontana) acrecientan su encanto. En el cabo de Favàritx, por ejemplo, el espectáculo de las olas es para ponerse a aplaudir.



Un faro es casi siempre un lugar límite que oculta, entre las rocas cercanas batidas por el viento, historias pasadas de desolación y naufragios. El de Favàritx no es una excepción, aunque, cuando luce el sol, adquiere un aspecto tintinesco, inocentón, en especial por las franjas de pintura en espiral que lo decoran.

Mientras contemplo el espectáculo del mar embravecido, me ratifico en que a Menorca hay que volver de vez en cuando. Está bien viajar a lugares lejanos, pero Menorca te ofrece la posibilidad de regresar a un territorio conocido en el que resulta más fácil reconciliarse con las islas, con el Mediterráneo, con la vida… y hasta con uno mismo. Y ese viento inmisericorde que no deja de soplar se encarga de barrer las historias del pasado y subraya que el final del verano está más cerca.


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