Sorpresa: el
avión que me lleva a Menorca desde Barcelona va casi vacío. “Es final de
temporada”, me aclara una azafata. “A finales de agosto y principios de
septiembre los aviones van llenos de
Menorca a Barcelona, con familias
cargadas de niños y bártulos, pero poca gente hace el viaje al revés”. Pues que
bien. Me gusta esa sensación de ir contra corriente, y más si es con la ventaja
añadida de que la isla también está medio vacía. Menos coches, pocas colas en
los caminos que llevan a las calas y mesas libres en los restaurantes. Y la
isla sigue siendo igual de bella, por supuesto. O más, ya que la soledad y el
viento (esos días sopla una fuerte tramontana) acrecientan su encanto. En el
cabo de Favàritx, por ejemplo, el espectáculo de las olas es para ponerse a
aplaudir.
Un faro es casi
siempre un lugar límite que oculta, entre las rocas cercanas batidas por el
viento, historias pasadas de desolación y naufragios. El de Favàritx no es una
excepción, aunque, cuando luce el sol, adquiere un aspecto tintinesco,
inocentón, en especial por las franjas de pintura en espiral que lo decoran.
Mientras
contemplo el espectáculo del mar embravecido, me ratifico en que a Menorca hay
que volver de vez en cuando. Está bien viajar a lugares lejanos, pero Menorca
te ofrece la posibilidad de regresar a un territorio conocido en el que resulta
más fácil reconciliarse con las islas, con el Mediterráneo, con la vida… y
hasta con uno mismo. Y ese viento inmisericorde que no deja de soplar se
encarga de barrer las historias del pasado y subraya que el final del verano está más cerca.
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