Los viajes de
hoy permiten cambios radicales en sólo cuestión de horas. ¡Zas! Como si de un truco
de magia se tratara. Hace unos días estaba en Menorca, gozando de la plácida
vida mediterránea, y ahora, tras un par de saltos en avión, estoy en Noruega, en
la bella región de los fiordos del sur. Cambio de pantalla, cambio de clima,
cambio de todo. El sol de Menorca cede el paso, en Kristiansund, a una lluvia
intensa, un viento racheado que deconstruye paraguas y 10 grados de temperatura. Welcome to Norway,
proclama un cartel, pero nadie te advierte de que la palabra
verano no significa lo mismo en Noruega, sobre todo en septiembre.
Noruega es un
país hermoso y rico. Tiene un sinfín de islas pegadas a la costa, pero como allí
no hay recortes, el Gobierno echa mano de las arcas públicas, repletas gracias
al petróleo, y las une con una sutil costura de túneles y puentes de diseño atrevido.
Por uno de esos túneles, que parece descender al centro de la Tierra, pasamos a la isla vecina
de Averoya y, una vez allí, nos embarcamos para llegar a Haholmen, una islita rocosa
que fue refugio de pescadores de bacalao y que hoy ocupa un hotel encantador,
distribuido en casas de madera.
Sopla el viento
en la isla y las nubes negras sugieren un mundo dramático, pero todo se arregla con una buena cena a base de bacalao en uno de esos interiores nórdicos que parecen
tener el copyright de la calidez. Se
está bien en Haholmen, a pesar de la lluvia, del viento y del cambio de chip.
Las habitaciones son como camarotes, pequeñas pero muy acogedoras, con una madera
que huele a Norte y que te lleva a pensar en Norwegian
Word: “I once had a girl or should I
say she once had me…”. Y cuando, de repente, sale el sol, aunque sólo sea unos minutos, el paisaje se suaviza y se reviste de unos colores intensos
que confirman que Noruega es uno de los países más bellos de Europa.
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