En el año 2006 la Unesco le puso al fiordo de
Geiranger la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad. “Bueno, ¿y qué?”, dirá alguien. Y
tendrá razón, ya que la lista de lugares patrimonialies ha crecido
tanto en los últimos años que llega un momento en que carece de sentido. Y, sin
embargo, es evidente que Geiranger se merece todos los elogios, ya que sin duda quedaría en los puestos de cabeza en un hipotético
concurso mundial de fiordos.
Vayamos a las
medidas: desde el pueblecito de Geiranger, agazapado al final del fiordo, hasta
el mar hay 110 kilómetros. O sea: estamos ante un fiordo largo, larguísimo. Si
le añadimos que en su último tramo está encajonado entre altos muros rocosos,
aumenta la puntuación. Y si ahora le sumamos las bellas cascadas que lo
adornan, en especial la de las Siete Hermanas, vamos para matrícula.
Geiranger es uno
de esos lugares maravillosos en los que la naturaleza decide mostrarse a lo bestia, en
formato king size, y en los que el hombre se siente muy poquita cosa. En la temporada alta, de mayo a septiembre, llegan a Geiranger 160 cruceros y 600.000
turistas. Un exceso. La mayoría se está sólo unas horas, lo justo para soltar unos cuantos "ohhs!" embelesados y cientos de fotos. Hace mal, ya que hospedarse
en uno de los cinco hoteles del pueblo y subir hasta los 1.500 metros del Dalsnibba
acrecentan la emoción. Y más ahora, en septiembre, cuando hay pocos turistas, la
cima está nevada y desde la cumbre se divisa, allí abajo, muy abajo, como si
fuera una maqueta, el inicio de este majestuoso fiordo.
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