Hay muchos
lugares de Nueva Zelanda que tienen un evidente toque mágico, y entre ellos
figura Akaroa. No es tan conocido como Milford Sound, Golden Bay o Roturoa,
pero su paisaje de origen volcánico sobrecoge en cuanto lo ves.
Akaroa se halla a unos 80 kilómetros de Christchurch, en la Península de Banks, que
James Cook bautizó como isla en homenaje a su botánico, Joseph Banks. Más
adelante se desharía el entuerto, como también se enderezaría el de que Akaroa
(“puerto largo” en maorí) era una población francesa. La llegada de balleneros
y marineros franceses antes de 1840 así lo hacía prever, pero el tratado de
Waitangi dejó claro que la Isla
del Sur de Nueva Zelanda sería, como la del Norte, de adscripción británica.
Con el tiempo, sin embargo, los habitantes de Akaroa, y también los de
Christchurch, que tienen aquí “su Cadaqués particular”, han querido conservar
el toque francés del pueblo, en el que hay locales con nombres como L’Hotel, Ma
Maison, La Boucherie
du Village y hasta una pista de petanca. Casi nadie habla francés en Akaroa,
pero les gusta mantener esta french connection hasta el extremo que la
carrera ciclista entre Christchurch y Akaroa recibe el nombre de “Le Race”.
Así, en bilingüe.
Se está bien en Akaroa, aunque cierto ambiente posh y la profusión
de banderas francesas a veces carga. Pero basta con escaparse hacia la montaña
para darse cuenta de la situación privilegiada de este puerto. Aunque, de
hecho, no es hasta que ves una foto aérea de la Península de Banks que
comprendes dónde se encuentra Akaroa: en el cráter de un antiguo volcán que,
abierto por uno de los lados, ha permitido la llegada del mar para formar el
más largo y bello puerto de esta costa de Nueva Zelanda.
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