A los
neozelandeses les gusta el riesgo. Quizás por eso son pioneros en los deportes
de aventura. Lo he comprobado en los días que llevo por aquí. Cuando yo me
extasío admirando un río de aguas bravas, un neozelandés ya se está planteando
bajarlo en rafting, en kayak o a pelo. Y donde yo veo una montaña escarpada,
casi vertical, ellos ya están buscando la mejor vía para escalarla. Y no
digamos con las olas y el surf, que parece que lo llevan en la sangre. Qué le
vamos a hacer: los kiwis son así.
Con estos antecedentes,
no es de extrañar que el puenting naciera en Nueva Zelanda, concretamente en
1988 en el antiguo puente de Kawarau, a 23 kilómetros de
Queenstown. Cuando estuve allí hace unos días me sorprendió comprobar que el
puente se ha convertido en una especie de santuario de los amantes del riesgo.
Acuden allí embelesados, lo fotografían obnubilados y, después de pagar 180
dólares, se lanzan al vértigo del vacío, con los pies atados a una cuerda, como
si estuvieran comulgando.
En fin, la descarga de adrenalina
convertida en una religión que cada vez parece tener más adeptos, sobre todo en
Nueva Zelanda.
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