Hay lugares que te seducen, antes que nada, por el
nombre. Es el caso de Punakaiki, un pueblecito de la costa oeste de la Isla del Sur de Nueva Zelanda.
Se encuentra entre una montaña escarpada, cubierta de una vegetación exuberante,
la playa de arena blanca y unas rocas esculpidas por un mar, el de Tasmania,
que aquí siempre parece enfadado. En total no son más de diez casas, pero
cuenta con una animada taberna donde corre la cerveza. Cuando se pone el sol,
los pocos habitantes se citan en la playa para contemplar cómo la luz va
tiñiendo la costa del color de la miel. Después, se dirigen a la taberna.
Muchos
viajeros de detienen sólo unos minutos en Punakaiki, lo justo para contemplar
las Pancake Rocks. Después, prosiguen el viaje con prisas. Es el mal de nuestro
tiempo, que vamos conometrados, siempre con un nuevo destino a la espera. Pienso,
sin embargo, que merece la pena pasar por lo menos una noche en Punakaiki, para
gozar del crepúsculo y para contemplar cómo, por la mañana, el nuevo día
rescata de la oscuridad el precioso bosque del Parque Nacional de Paparoa.
De
vez en cuando, se ven focas y pingüínos en Punakaiki, pero yo no tuve esta
suerte. No sé, debían de estar de vacaciones. De todos modos, estoy satisfecho
habiendo visto la puesta de sol desde la playa. Como lo estuve días antes
cuando llegué, caminando por las dunas,
a la fabulosa Wharariki Beach, una playa grande, bellísima, solitaria,
presidida por una gran roca que forma un arco monumental sobre las olas. Otra
maravilla de Nueva Zelanda. Son ya tantas que he perdido la cuenta de las que
llevo.
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