jueves, 9 de febrero de 2012

¡Me voy a Nueva Zelanda!


Mañana vuelo a Nueva Zelanda. ¡Por fin! Sé que me espera una paliza aérea de más de 26 horas, pero me es igual: voy a Nueva Zelanda, que es lo que importa, me largo del frío para aterrizar en el verano austral, cambio los guantes de piel y el gorro de lana por el bañador y las chancletas. Siempre me ha gustado la desconcertante sensación de volar hacia el hemisferio sur, de cambiar de estación con el truco mágico de un puñado de horas de vuelo, de irme al otro extremo del mundo para burlar el frío. En el siglo XVIII los barcos tardaban meses en llegar hasta allí, pero los aviones te permiten la trampa de tomar un atajo. Estoy de acuerdo con mi amigo Josep Maria Romero de que los aviones falsean la noción de viaje, pero en este caso benditos sean.
Siempre he tenido muchas ganas de viajar hasta allí, pero por una u otra razón he ido aplazando el viaje. ¿Que por qué me atrae Nueva Zelanda? Pues de entrada porque está allí, en las Antípodas, lejos de casi todo. Siempre que he visto las dos islas del país dibujadas en un mapa he sentido la urgencia de viajar hasta allí. En segundo lugar, por las fotos y documentales en los que he visto una naturaleza de las que a mí me gustan: bellísima, de gran formato y no muy poblada. Lugares como Torangiro, Golden Bay, Millford Sound, Otago y el Mount Cook hace muchos años que me llaman. Ahora ha llegado el momento de ir a su encuentro.
            En 1999, cuando me recorrí Australia de arriba abajo, ya sentí la tentación de volar a Auckland. Estaba allí mismo y era difícil resistirse, pero había ido a Australia para escribir un libro (Boomerang. Viaje al corazón de Australia) y no podía desviarme de mi objetivo. Así, pues, lo dejé para más adelante. Y luego, claro, pasa lo que pasa, que Nueva Zelanda siempre queda a trasmano. De todos modos, en aquel viaje australiano conocí a algunos kiwis (así llaman a los neozelandeses) y pude comprobar que, por lo general, son unos tipos estupendos, amantes de la naturaleza, afables, acogedores. Ahora podré conocerlos en su ambiente. A ver si se mantiene el nivel.
            En resumen, que ha llegado la hora de soltar amarras y cruzar el mundo, de volver a los viajes, que desde hace años se han convertido en la salsa de mi vida, en mi manera de ganarme la vida. En un momento así, me acuerdo del inicio de Moby Dick, la gran novela de Herman Melville: “Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto tiempo exactamente- con muy poco o ningún dinero en el bolsillo y sin nada particular que hacer en tierra, pensé que podría ir a navegar por ahí y ver la parte acuática del mundo. Es mi manera de ahuyentar la melancolía y regular la circulación…”.
            Pues eso, que ha llegado el momento de viajar, de romper la rutina y poner rumbo a Nueva Zelanda, de ir en busca del otro y de encontrar nuevas emociones.

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