martes, 14 de febrero de 2012

¿Una manzana bomba?


¡Doce horas de diferencia! ¡Ahí es nada! Es lo que tiene irse a las Antípodas en febrero: que aterrizas en pleno verano mientras en Europa hace un frío invernal, pero te quedas descolocado por culpa del cambio de hora. Un par o tres de horas se aguantan; seis o siete te dejan un poco tarumba, pero más o menos se pueden negociar; con 12, en cambio, ya no hay componenda que valga. La medianoche de allí es el mediodía de aquí; la noche es el día y el día es la noche. Y a aguantar como puedas, con el cuerpo quejándose a todas horas y advirtiéndote de que no vamos bien.

Llegué a Auckland a medianoche, después de 26 horas de vuelo desde Barcelona, con paradas en Milán y Singapur. Demasiadas horas, sin duda, con todos los huesos emitiendo quejidos y lamentos. Levantarme del asiento cuando por fin aterrizamos en Auckland me costó, y también digerir ese oximoron que es la comida de avión, con el que me atiborraron durante horas casi sin tregua.

Tras el aterrizaje, empezó, ya en el mismo aeropuerto, la inmersión en Nueva Zelanda. Un cartel avisaba para que no quedaran dudas: “El Kiwi es el animal nacional de Nueva Zelanda; el rugby, el deporte nacional”, con una foto de los acojonantes All Blacks, actuales campeones del mundo. Y carteles de Kia ora (“Bienvenido amigo”) por todas partes. El trámite de revisar el pasaporte va rápido, siempre que tengas el billete de regreso a mano y puedas demostrar que eres un turista. ¿Qué como se demuestra? Pues muy sencillo. contando a dónde piensas ir y haciendo gala de que tienes el mapa del país y las principales atracciones grabadas en la memoria. Cosas del turismo responsable. En cualquier caso, la agente  que me atendió hacía las preguntas sonriendo. De buen rollo.

En la recogida de equipajes, un perro con agente adosado se paseaba husmeando entre los pasajeros. ¿Qué buscaba? ¿Drogas? ¿Explosivos? Nada de eso: de repente se puso a oler a fondo la bolsa de mano de una inglesa de mediana edad. La policía hurgó en el interior y, ‘¡ajá!, no tardó en sacar un objeto sospechoso: ¡una manzana! Y es que la Bioseguridad va aquí muy en serio: nada de importar alimentos de otros países, y tampoco barro. No sea que vayamos a contaminar su espectacular naturaleza.

La pobre inglesa responsable de la “manzana bomba” tuvo que pagar una multa de 400 dólares neozelandeses (unos 250 euros) y soportar las miradas de desprecio de los kivis (o sea, los neozelandeses) que la rodeaban. ¿A quién se le ocurre? Introducir una manzana en Auckland. Con el riesgo que comporta.

No puede quejarse la inglesa de que no estaba avisada. Te lo repiten hasta la saciedad ya desde el avión y hay carteles por todas partes avisando de la posible multa. También te insisten en que tienes que limpiarte las suelas de las botas o de los zapatos de golf. No vaya a ser que traigas barro contaminante.

Tras el episodio de la manzana sospechosa, a la salida me esperaban unos deliciosos 25 grados de temperatura. ¡Por fin, el verano! Como un zombie, me fui directamente a un motel cercano al aeropuerto, el Kiwi. Lo elegí por el nombre y porque vi una foto en la que se veía un kiwi gigantesco en el tejado. Pensé que empezar el viaje por Nueva Zelanda a la sombra del animal nacional era garantía de buen rollo. Por lo menos así lo espero.








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